El castillo de Loarre, una fortaleza de película

Un Castillo de película

¿Recuerdan la película «El reino de los cielos (Kingdom of Heaven)» del director Ridley Scott? Al comienzo y al final de la película vemos un pueblo en el que vive Baliant de Ibellin, el protagonista principal del largometraje. En una de las primeras escenas del film, Orlando Bloom (Baliant) golpea un yunque con dedicación, modelando una espada, sin saber lo que va a cambiar su vida en cuestión de minutos.

La herrería se encuentra a los pies de un imponente castillo que se vislumbra entre la niebla. En la película sitúan al personaje en una aldea francesa allá por 1184. Pues bien, este pueblo y su entorno se ubican en Huesca. Y el majestuoso castillo no es otro que el castillo de Loarre, una fortaleza espectacular.

Una fortaleza inexpugnable

El castillo de Loarre data de la primera mitad del siglo XI (cuando en 1020 el rey Sancho Garcés III de Navarra, ordena su construcción). Su aspecto formidable e indestructible sobrecoge en cuanto lo divisamos en lontananza. Al encontrarnos a la entrada de los Pirineos, justo cuando las montañas besan la llanura, es fácil deducir la enorme importancia estratégica que tuvo en aquellos tiempos pretéritos en los que dominar una posición podría significar dominar un reino. La fortaleza formaba parte de la línea defensiva de castillos cristianos frente a la amenaza musulmana, junto a las de Luna, Sibirana, Biel, Santa María de Liso, Agüero, Marcuello y Santolaria.

Desde sus torres se tenía un control absoluto sobre toda la llanura de la Hoya de Huesca y Bolea, villa esencial para los musulmanes y que fue motivo de disputa permanente en una época concreta de la Reconquista. Sancho Garcés III de Navarra (Sancho el Mayor) quiso crear una fortificación con la que proteger la comarca en la que él reinaba y, a su vez, someter Bolea, de dominio musulmán. El castillo, que actualmente mantiene un buen estado de conservación, es una joya de la arquitectura militar y civil del románico español.

Se asienta a más de 1000 metros de altura, sobre un promontorio de roca caliza que se utilizó como cimientos para hacerlo casi inexpugnable a los ataques puesto que los muros no podían ser minados. Este detalle es muy importante, ya que en la época en la que se construyó era habitual que en los asedios a fortalezas se intentara minar las mismas, construyendo túneles por debajo de los muros para después hundirlos con fuego y abrir una brecha por la que penetrar en ellas. En Loarre, era imposible.

De la época en la que Sancho el Mayor ordenó su construcción datan el edificio real, la capilla, el torreón de la Reina, el patio de armas, las estancias militares y de servicio y la torre del homenaje (antigua torre albarrana). Durante el reinado de Sancho Ramírez (1071) se realizó una importante ampliación, si bien el recinto amurallado que vemos en la actualidad se construyó a finales del siglo XIII (1287).

La muralla abarca unos 10.000 metros cuadrados y tiene un perímetro de 172 metros. Está realizada con torreones semicirculares salvo uno rectangular donde se ubica una de las entradas a la fortaleza. De 1071 data también la construcción del monasterio de la orden canónica agustina, cuyo paradigma es la Iglesia de San Pedro.

El castillo fue perdiendo poco a poco su carácter militar, relevancia e importancia cuando deja de tener valor defensivo (las tierras nunca más fueron musulmanas). Además, Pedro I (hijo de Sancho Ramírez) decide que sea Montearagón la cabeza de la congregación agustina y Loarre deja tener carácter monástico.

En el siglo XII Loarre está claramente en declive. Ya en el siglo XV la población que vivía a pies del castillo se traslada a la villa de Loarre, dando por finalizada la utilidad de esta grandiosa fortaleza. El deterioro posterior, sin embargo, no fue demasiado importante, lo que nos permite conocer hoy en día casi con exquisita pulcritud cómo sería el castillo en sus momentos más gloriosos.

Una visita inolvidable

Traspasando la puerta de la muralla por el sur (el resto está protegida por la roca) llegamos a una entrada en recodo para evitar el ataque de posibles invasores… la aventura comienza. El corazón se acelera. Volvemos al siglo XI.

Nuestra visita comienza por la puerta de entrada que tiene una decoración preciosa en el tímpano y da paso a una espectacular escalera. A los lados de la escalera encontramos dos estancias, la de la izquierda es el cuerpo de guardia y la de la derecha es la cripta de santa Quinteria, que fue lugar de enterramientos y tesoros. Desde ella por dos estrechas escaleras se accede a una pequeña iglesia. Otra Iglesia mucho más importante es la de San Pedro, de una única nave y ábside semicircular decorado con columnas adosadas a los muros con capiteles tallados con motivos fantásticos, vegetales y bíblicos. La nave está cubierta por bóveda de cañón. Entre el ábside y la nave se abre una gran cúpula de 26 metros de altura.

Podemos visitar las dependencias de los nobles, canónigos y sirvientes que habitaron el castillo. También el calabozo (utilizado en alguna época como almacén) y la sala de armas.  También el patio de armas y junto a él la iglesia de Santa María, el aljibe (con capacidad para guardar hasta 8.000 litros de agua), otras estancias militares y las cocinas. La torre de la Reina (con sus preciosas ventanas ajimezadas) y La torre del homenaje, de 22 metros de altura (5 plantas) dan gran idea de la relevancia de un monumento de primera magnitud, como dicta el hecho de que en 1906 el castillo de Loarre fuera declarado Bien de Interés Cultural y Monumento Nacional. La Torre del Homenaje fue el lugar de refugio ideal puesto que la única vía de comunicación con el castillo era un puente levadizo. En tiempos de asedio bastaba con levantar el puente para aislar a sus moradores del castillo.

El castillo tuvo un gran patrimonio escultórico y pictórico que hoy en día se conserva en la Iglesia de San Esteban de Loarre. Buenas muestras son la Arqueta de San Demetrio (siglo XI) y la Imagen de San Pedro y la Virgen del Castillo, dos preciosas tallas románicas policromadas.

Fotos del reportaje: Manuel de Miguel